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Mariano digital |
Vaya por Dios. Compruebo que hay algunos idiotas -a ellos iba
dedicado aquel artículo- a los que no gustó que dijera, hace cuatro
semanas, que lo del Islam radical es la tercera guerra mundial: una
guerra que a los europeos no nos resulta ajena, aunque parezca que pilla
lejos, y que estamos perdiendo precisamente por idiotas; por los
complejos que impiden considerar el problema y oponerle cuanto legítima y
democráticamente sirve para oponerse en esta clase de cosas.
La principal idiotez es creer que hablaba de una guerra de cristianos
contra musulmanes. Porque se trata también de proteger al Islam normal,
moderado, pacífico. De ayudar a quienes están lejos del fanatismo
sincero de un yihadista majara o del fanatismo fingido de un
oportunista. Porque, como todas las religiones
extremas trajinadas por curas, sacerdotes, hechiceros, imanes o lo que
se tercie, el Islam se nutre del chantaje social. De un complicado
sistema de vigilancia, miedo, delaciones y acoso a cuantos se aparten de
la ortodoxia. En ese sentido, no hay diferencia entre el obispo español
que hace setenta años proponía meter en la cárcel a las mujeres y
hombres que bailasen agarrados, y el imán radical que, desde su
mezquita, exige las penas sociales o físicas correspondientes para quien
transgreda la ley musulmana. Para quien no viva como un creyente.
Por eso es importante no transigir en ciertos detalles, que tienen
apariencia banal pero que son importantes. La forma en que el Islam
radical impone su ley es la coacción: qué dirán de uno en la calle, el
barrio, la mezquita donde el cura señala y ordena mano dura para la
mujer, recato en las hijas, desprecio hacia el homosexual, etcétera.
Detalles menores unos, más graves otros, que constituyen el conjunto de
comportamientos por los que un ciudadano será aprobado por la comunidad
que ese cura controla. En busca de beneplácito social, la mayor parte de
los ciudadanos transigen, se pliegan, aceptan someterse a actitudes y
ritos en los que no creen, pero que permiten sobrevivir en un entorno
que de otro modo sería hostil. Y así, en torno a las mezquitas
proliferan las barbas, los velos, las hipócritas pasas -ese morado en la
frente, de golpear fuerte el suelo al rezar-, como en la España de la
Inquisición proliferaban las costumbres pías, el rezo del rosario en
público, la delación del hereje y las comuniones semanales o diarias.
El más siniestro símbolo de ese Islam opresor es el velo de la mujer,
el hiyab, por no hablar ya del niqab que cubre el rostro, o el burka
que cubre el cuerpo. Por lo que significa de desprecio y coacción
social: si una mujer no acepta los códigos, ella y toda su familia
quedan marcados por el oprobio. No son buenos musulmanes. Y ese contagio
perverso y oportunista -fanatismos sinceros aparte, que siempre los
hay- extiende como una mancha de aceite el uso del velo y de lo que haga
falta, con el resultado de que, en Europa, barrios enteros de población
musulmana donde eran normales la cara maquillada y los vaqueros se ven
ahora llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en
vez de arbitrar medidas inteligentes para proteger a esa población
musulmana del fanatismo y la coacción, lo que hace es ser cómplice,
condenándola a la sumisión sin alternativa. Tolerando usos que denigran
la condición femenina y ofenden la razón, como el disparate de que una
mujer pueda entrar con el rostro oculto en hospitales, escuelas y
edificios oficiales -en Francia, Holanda e Italia ya está prohibido-,
que un hospital acceda a que sea una mujer doctor y no un hombre quien
atienda a una musulmana, o que un imán radical aconseje maltratos a las
mujeres o predique la yihad sin que en el acto sea puesto en un avión y
devuelto a su país de origen. Por lo menos.
Y así van las cosas. Demasiada transigencia social, demasiados paños
calientes, demasiados complejos, demasiado miedo a que te llamen
xenófobo. Con lo fácil que sería decir desde el principio: sea bien
venido porque lo necesitamos a usted y a su familia, con su trabajo y su
fuerza demográfica. Todos somos futuro juntos. Pero escuche: aquí
pasamos siglos luchando por la dignidad del ser humano, pagándolo muy
caro. Y eso significa que usted juega según nuestras reglas, vive de
modo compatible con nuestros usos, o se atiene a las consecuencias. Y
las consecuencias son la ley en todo su rigor o la sala de embarque del
aeropuerto. En ese sentido, no estaría de más recordar lo que aquel
gobernador británico en la India dijo a quienes querían seguir quemando
viudas en la pira del marido difunto: «Háganlo, puesto que son sus
costumbres. Yo levantaré un patíbulo junto a cada pira, y en él ahorcaré
a quienes quemen a esas mujeres. Así ustedes conservarán sus costumbres
y nosotros las nuestras».
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